Ahí estaba él,
como era de costumbre, con la mirada perdida en vaya a saber qué, una lapicera
en la mano, una libreta y un café. Sentado en su lugar de siempre: la mesa a la
derecha de la entrada, contra la ventana. Afuera estaba frío, helaba como
cualquier día de invierno y la lluvia estaba presente, tan finita y punzante
que te calaba hasta los huesos. Era un día de esos que inspiran a los
escritores y de los que nacen los mejores libros, las personas se refugian en
los bares a contar historias y aquellos que saben apreciarlas, las convierten
en obras de arte. Como lo hacia él.
Pasaba por la
puerta del Café Brasilero, apurada para no empaparme y tratando de cubrir el
bolso con mi saco, los peatones caminaban como si alguien los persiguiera, los
autos iban despacio por precaución y uno que otro ciclista pedaleaba resignado
a mojarse por completo. No andaba con intenciones de conseguir material
periodístico, estaba de vacaciones por Montevideo y solo pretendía llegar al
hotel; entonces lo vi. Sus ojos azules intensos detuvieron mi paso al instante
y lo observaba desde afuera, él no me prestaba atención seguía enredado en sus
pensamientos. No dude, no podía dudar, estaba ahí el hombre que había causado
mi desvelo tantas noches y robado mis horas tantas veces con su literatura
mágica. Ingresé al bar, que funcionaba en el mismo lugar desde el año 1877, y
de repente una oleada de calidez me pegó en la cara. El Café Brasilero era
viejo, con muebles viejos, una construcción vieja y era el mayor testigo de
infinidades de historias en Montevideo. El piso de madera rechinaba y le
faltaba lustre, la barra era antiquísima como el espejo en la pared de atrás y
la araña que colgaba del techo; el aroma a café y a facturas recién hechas me
hacía acordar a mi infancia, a mi abuelo precisamente y la música, con volumen
bajo enamoraba a los oídos: unos tangos, unas milongas, algo de brasilero y
algo de inglés. Era perfecto.
Contemplé el
panorama por unos segundos y con timidez me acerque su mesa, temía
interrumpirlo y ser la culpable de que se borrara de su mente, quizás, la mejor
idea de su vida. Pero no podía dejar pasar esta ocasión, tenía su libro en mi
bolso: “El libro de los abrazos” y tantas preguntas guardadas en mi memoria,
que me anime a pararme frente a él.
- Buenas tardes,
señor Galeano.- digo, en voz baja y con vergüenza. Estaba parada frente a un
icono de la literatura de habla Hispana.
- Son las
historias.- responde, mirando todavía por la ventana. Quedé muda, no sabía si
lo incomodaba, si me ignoraba y ni siquiera si era a mí a quien le hablaba. Era
como si estuviese sumergido en su propio mundo. Opte por no decir nada.
Fue el minuto
más extenso que había vivido, sin embargo, no sentía tensión alguna ni tampoco
incomodidad. Era maravilloso verlo, con su cabello blanco y algo calvo, sus
arrugas y sus pecas. La libreta tendida en la mesa estaba escrita y tachonada
también, qué gran obra saldría de allí. De repente giro su cabeza y me miró.
- Son las
historias las que permiten convertir el pasado en presente y lo distante en
cercano. –
- ¿Disculpe? –
- Si, yo no creo
que el mundo esté compuesto de átomos.
De todas las
personas con las que me había cruzado en mi corta vida, a las que había
entrevistado y escuchado, Eduardo Galeano era el más raro de todos. Parecía seguro
de lo que decía, pero algo en su manera de expresarlo me dio la sensación de
que buscaba mi opinión al respecto.
- Los
científicos tienen que encontrar una solución científica, los religiosos una
religiosa, los periodistas una que nos sepa dar alguna primicia y los
escritores, supongo, una solución que venga del alma y de las vivencias. –
Ni siquiera
pensé lo que dije, simplemente fue lo que azotó mi mente en ese momento. El
señor Galeano me sonrió al mismo tiempo que asentía. La gente entraba y salía
del bar, los que llevaban ya un rato adentro, vociferaban y se reían, los mozos
iban y venían por el estrecho lugar; y entre el bullicio escuché su voz.
- ¿Un café?
Eduardo Germán
María Hughes Galeano, nació en Montevideo (Uruguay) el 3 de septiembre de 1940.
Periodista y escritor, ambas por vocación. En el golpe de Estado de 1973, fue
encarcelado y obligado a despedirse de su tierra natal, exiliándose a Argentina
(país donde fundó la revista “Crisis”). ¿La razón? Por ser creador del libro
“Las venas abiertas de América Latina”, el cual fue censurado. En 1976,
contrajo matrimonio por tercera vez y se marchó a España, al otro lado del
mundo para escribir en paz la trilogía más impactante sobre su amada América
Latina: “Memoria del Fuego”. Diez años más
tarde retornó a su ciudad de origen, porque como él dice siempre “Todos somos
paganos, tenemos nuestras raíces plantadas en un lugar, en nuestra tierra, con
nuestras costumbres. Uno siempre vuelve.”
Ocupé la silla
frente a él e imite lo que hacía, observe a través del vidrio de la ventana y
entendí por qué se quedaba inmerso en sus pensamientos. Le pidió dos cafés a Pedrito, el mozo, aparentemente lo
conocía desde hacía mucho tiempo y cerró su anotador.
- Parece que la
vida les pasara de largo.- dice, apoyando el codo en la mesa y formando una
cuna con su mano para sostener la cabeza. – a la gente le cuesta detenerse y
apreciar, es como si tuvieran miedo, miedo de enamorarse, de comer, de sentir,
de pensar, de vivir. La gente debería aprender que esa es la vida ¿no? Caerse y
levantarse, y que si me caigo es porque estaba caminando y caminar vale la pena
aunque caigas. –
Sus palabras
hicieron eco en mi interior, era un hombre muy observador y sabía captar la
belleza en las pequeñas cosas de la vida. Eduardo Galeano sabía encontrar una
isla de fe en un océano negro y repleto de monstruos.
- A veces
detenerse, significa avanzar.- expresé en un suspiro y vi como fruncía el ceño.
– quiero decir, no siempre el seguir andando es señal de que uno va bien. A
veces uno anda y no sabe hacia dónde, no tiene un rumbo, como almas errantes. A
veces detenerse y apreciar, significa avanzar de verdad. – explico lo mejor que
puedo.
- Quién no está
preso de la necesidad, está preso del miedo.- responde y da un sobro a su café.
Más yo solo sonrío, es un dialogo diferente, donde no encajan las palabras pero
si los pensamientos. –
- ¿Cómo es eso?-
le pregunto
- Unos no
duermen por la ansiedad de tener aquello que no tienen y otros no duermen por
el pánico de perder las cosas que tienen.-
De repente, un
silencio nos invadió a ambos. El tiempo seguía pasando para todos, el hombre de
camisa roja que estaba en la mesa vecina ya no estaba, la lluvia era diluvio y
una nueva bandeja de medialunas dulces salía de la cocina en manos del mozo.
Pero nosotros, a nosotros no nos pasaba el tiempo, estábamos en una especie de
limbo entre la realidad y la atmosfera que creamos para expresar libremente lo
que viene del alma.
- Ahí está, avanzan
sin detenerse y no se detienen para avanzar. Es una buena apreciación. –
continua diciendo. – Estamos en un mundo en donde el contrato importa más que
el amor, el funeral más que el muerto, la ropa más que el cuerpo y la misa más
que Dios. -
- Un mundo light, diría yo. – agrego y me mira. –
que nada engorde y sea demasiado importante, ni el amor, ni la familia, ni la
verdad, ni la justicia, ni la libertad, ni el alma. La gente hace dieta de los
sentimientos, quizás, porque demandan una gran responsabilidad o porque no les
complace el esfuerzo por comprender y darle al prójimo lo que necesita. Vaya uno
a saber. – concluyo.
Eduardo Galeano
me observaba con aceptación. Nos entendíamos, conocía su espíritu sin siquiera conocerlo,
era parecido al mío: rebelde, atrevido, valiente e indagador. Mientras lo
miraba, notaba las pequeñas manchas en su cara producto de los años, producto
de su experiencia, del tiempo que hacia lo suyo, que se llevaba poco a poco a
ese hombre joven que fue alguna vez y que conquisto a tres mujeres. Sin embargo,
su alma estaba intacta, parecía la de un niño que empieza a descubrir el mundo,
que quiere saber más y conocer todo lo que le sea posible y más. Eduardo
Galeano, no se cansaba de la vida, la desenmarañaba de una manera natural y sin
vueltas, llegaba a las vísceras del asunto porque tenía la capacidad de “mirar
lo que no se mira pero que merece ser mirado, las pequeñas cosas de la gente anónima,
de la gente que los intelectuales suelen despreciar, ese micro mundo que
alienta la grandeza del universo y al mismo tiempo ser capaz de contemplar el
universo desde el ojo de la cerradura, desde las cosas chiquitas que son las más
grandes. ” Eduardo Galeano era amante de los misterios de la vida, del dolor
humano y de la manía de querer hacer de este mundo “la casa de todos, no de
unos poquitos, y el infierno de la mayoría”. Quería saber sobre la capacidad de
belleza de la gente más sencilla, la recluida, la que está en el fondo del
olvido porque ahí, encontraba la esencia de la vida.
- Tenía un
perro.- dice de repente.- se llamaba Morgan, era mi perro. Cuando pasaba más de
dieciocho horas escribiendo, me llamaba con la pata como diciéndome “deja, vamos
a pasear un poco”, me sacaba de mi ensimismamiento y cuando paseábamos lo
miraba. Morgan era rebelde, era libre y no renegaba de nada. Cuando se me fue,
anduve con canciones tristes en el alma. –
Había mucho
pesar en sus ojos, la tristeza brotaba en sus palabras y como queriendo retener
una lagrima atrevida, bebió lo que quedaba de su café. Yo abrazaba mi taza con
las manos, las tenía fría y buscaba un poco de calor pero al oírlo, el frio se trasladó
a todo mi cuerpo. La nostalgia y la angustia que afloraba de Eduardo Galeano,
se coló por mis sentidos y me pregunté qué haría yo si se muriera mi perro o mi
caballo, el viejo Bartolo.
- Era un buen ángel.-
contesto con la voz resquebrajada.- algunos dicen que los perros y los caballos
son ángeles de alas invisibles y yo creo eso. –
- Son libres.-
agrega el señor Galeano.- Morgan hacia a su voluntad, no obedecía. Ojala pudiéramos
ser desobedientes cada vez que recibimos ordenes que humillan nuestra
conciencia o violan nuestro sentido común.-
Eduardo Galeano
sabia extraer lo esencial, lo necesario de los sucesos de la vida. No era
positivismo, optimismo o como deseen llamarlo, era supervivencia. Una persona
atascada en el pasado o en los malos momentos, es una causa perdida y él lo sabía
muy bien, para sobrevivir hay que encontrar la luz en la oscuridad y la
oscuridad en la luz.
Mientras iba ya
por su cuarto café y pedía cuatro medialunas dulces, dos para él y dos para mí,
comenzó a sonar mi celular. En la pantalla titilaba el nombre “Juan”, era mi
novio. Atendí por unos segundos y le pedí que se comunicara conmigo más tarde,
que estaba ocupada y antes de cortar la llamada se escapó un “mi amor” y un “te
amo” de mi boca.
tod- Lo importante del amor, es que sea infinito mientras dura.- asegura, una vez que deje mi teléfono en la mesa. –Todos somos mortales hasta el primer beso y la segunda copa de
vino. – dice, acompañando sus palabras con una carcajada que me contagió.
- Usualmente, la
gente dice que el amor es infinito, que no tiene duración o fecha de caducidad.
– comento.
- La eternidad
es todos los días, lo máximo que puede durar un amor es todo el día y así día a
día, y luego meses, años y de pronto toda una vida. –
Cada palabra, cada frase que
pronunciaba estaban dotadas de un conocimiento que no venía de la ciencia, la filosofía,
la matemática o la metafísica; era un conocimiento que nacía de sus vivencias y
sus observaciones. Un conocimiento que los filósofos, los científicos, los matemáticos
y los metafísicos criticarían, pues no es del todo certero. Yo creo que la vida
es eso, no existe la certeza y eso la hace atractiva.
Pasaron las horas y la tarde,
Eduardo Galeano seguía sentado en su silla junto a la ventana y yo en la mía,
frente a él. Habían pasado varios cafés y unas cuantas medialunas, cada tanto
me decía “come, come no tengas miedo a engordar”. Me hacía reír, me hacía
pensar, me hacía sentir, me hacía apreciar y me hacía ver. Había llegado al
lugar con un centenar de preguntas para hacerle, pero no fui capaz de formular
ninguna porque no era necesario. Eduardo Galeano tenia, a mi parecer, un poder
oculto: leía tu mente, tus ojos, tu alma. Llegue a contarle la historia de mi
vida, nada fácil para una chica de veintiún años, le hablé de mis caballos y de
mi perro, de mi familia y de mis pasiones. En ningún momento desvió su atención
de mi monologo, en ningún momento osó interrumpirme, sus ojos de cielo me
escrutaban con curiosidad y dulzura, con entendimiento.
- ¿Sabes por qué escribo? – Me preguntó
después de haberle hablado de mí.-
- No, ¿Por qué?- le cuestioné.
- Cuando escribo, pretendo
recuperar algunas certezas que puedan animar a vivir y ayudar a los demás a
mirar. – Explicó.- pero, mis certezas no son las mismas que las tuyas o que las
de Pedrito o que las de mi perro. Fuimos
nacidos hijos de los días, porque cada día tiene una historia y nosotros somos
las historias que vivimos. –
- Solo se alcanzará la felicidad
el día en que nos amiguemos con nuestras propias historias, sin dejar de
recordar el pasado porque es lo que somos. ¿Cierto? –
- Cierto.- afirmó el señor
Galeano.
La noche amenazaba al cielo y ya
era hora de irme al hotel, tenía que volver a casa a la mañana siguiente y por más
que deseaba quedarme allí sentada por años, había responsabilidades de las que
hacerme cargo. Abrí mi bolso y con un poco de vergüenza saque su libro, se lo tendí
y lo agarro sin vueltas. Había entendido lo que le pedía, tomó su lapicera y se
puso a escribir algo en la primera hoja.
Lo admiraba, admiraba a ese
hombre como no admiraba a nadie más, me entendía sin conocerme, sabía todo lo
que sentía sin haber estado al lado mío. Sabia de pesares y alegrías, de amores
y desamores, de la vida y de la muerte, de las perdidas, de la lucha, era crudo
y tan honesto que parecía cruel sin serlo. No ocultaba sus pensamientos, no
callaba la voz de su interior y a su alma. Era un hombre de espíritu libre.
- Mucha gente pequeña, en lugares
pequeños, haciendo cosas pequeñas puede cambiar el mundo. – Me dice al momento
en que me entrega el libro.- de nuestros miedos nacen nuestros corajes, y en
nuestras dudas viven nuestras certezas. Los sueños anuncian otra realidad
posible, y los delirios otra razón. En los extravíos no esperan los hallazgos,
porque es preciso perderse para volver a encontrarse.-
Insistió en pagar la cuenta y no permitió
que sacara mi monedero del bolso. Me despedí de él apoyando una mano en su
hombro, le dije “gracias” pero significaba más que eso, era más que un solo “gracias”
y él lo sabía, él lo supo todo el tiempo. Cruce la puerta y lo observe una vez
más, Eduardo Galeano estaba sumergido nuevamente en un silencio profundo,
mirando a través de la ventana. Abrí mi libro, leí aquello que había escrito y una
sonrisa se adueñó de mi rostro:
“Hasta el próximo café.”
Mi adorado Eduardo Galeano falleció
al año siguiente, pero cada día desde esa tarde en el bar hubo un próximo café.
Porque ahí estaba, lo encontraba en sus libros, lo encontraba en lo cotidiano,
en las pequeñas cosas, en la belleza, lo encontraba en la vida. Estaba en cada
paso y en mi recuerdo, porque como él decía “recordar significa volver a pasar
por el corazón.”